La gestión
“¡La economía, estúpido!” decía un famoso lema de la campaña presidencial de Bill Clinton, llamando a sus equipos a no distraerse de lo principal. Me gusta por la sensación de urgencia que transmite, no por afán de agredir. Me inspira una consigna local: “¡Es la gestión, ojo, la gestión!”.
Los tribunales de familia, las importantes certificaciones para el comercio exterior de importación y exportación, las posesiones efectivas en el Registro Civil, los recursos públicos para la innovación, los trámites ambientales, la ampliación de las enfermedades beneficiadas con el Plan Auge, los ingentes recursos destinados a regiones, las nuevas regulaciones laborales, el abastecimiento diario de miles de nuevas salas cuna, el crecimiento del presupuesto público para educación... Todas estas son sólo algunas de las medidas y responsabilidades asumidas en estos años por el Estado con sus ciudadanos. Todas ellas representan avances muy importantes, en especial para los más pobres y desamparados. Sumemos, a partir de mediados de año, la reforma previsional que favorecerá a miles de chilenas y chilenos.
Son nuevas tareas que recaen sobre el aparato público. Han sido impulsadas por los gobiernos de los años post dictadura y aprobadas por el Parlamento. Cuando surgen del acuerdo entre oposición y gobernantes, motivan fotos sonrientes con manos entrelazadas. Son bien recibidas por la población. Son logros propios de un país que ha prosperado con el concurso de todos y debe preocuparse de una mejor calidad de vida para todos.
Sin embargo, el hecho de dar forma legal a estas medidas no representa sino el inicio de una tarea. Genera el derecho y mandato de realizar, pero estamos aún muy lejos de su materialización práctica. No nos obnubilemos con abrazos y declaraciones, queda aún lo principal y más difícil por hacer. Estas medidas son verdaderas para la población cuando sus beneficios llegan realmente a ella. Mientras así no ocurre, son sólo un anuncio o una entelequia y, si llegan mal —con errores, retrasos, engorros burocráticos—, la buena nueva se transforma en una irritante frustración. Una nueva ley no es en sí una buena nueva, es sólo el deber de comenzar a hacerla realidad palpable.
Para agregar desafíos, el país se ha hecho más exigente como consumidor o cliente. Se ha acostumbrado a una atención más eficiente, a resolver cosas por internet en tiempo real, a créditos a sola firma, a tecnologías de información para reducir colas y trámites, etc. Aunque el Estado no hubiera aumentado sus responsabilidades, las exigencias de calidad de servicio que le hace la población son muy superiores a las del pasado. Con el agravante que, a poco andar, todos pasamos a considerar un derecho obvio e irreversible cualquier mejora. Las cosas buenas provocan rápido acostumbramiento. No entendemos cómo antes pudimos vivir sin ellas.
El reto no es menor. Mientras las empresas suelen vivir en reorganización para conseguir sus resultados, la estructura pública tiene rigideces inevitables. La dictadura redujo el tamaño del sector público pero no mejoró su calidad. Sólo algunos servicios, como Impuestos Internos, nos prueban que la calidad no es un atributo imposible. Pero la primacía absoluta de procedimientos y normativas sobre resultados lastra el quehacer público. Al igual que la nueva ola fiscalizadora, siempre lista para detectar cabezas políticas a cortar, pero absolutamente indiferente a la responsabilidad funcionaria de gestionar eficientemente. Para muchos funcionarios termina siendo más eficiente no hacer nada que correr el riesgo de fallar en algún procedimiento o quedar a merced de una fiscalización distorsionada.
Pero otra cosa entienden por eficiencia chilenas y chilenos. Quieren que lo prometido y lo anunciado se cumplan, presionando fuertemente la gestión pública. ¡Ojo a la gestión! Una prueba de fuego ad portas será cumplir día a día y un mes tras otro, en residencias de todo el país, las masivas obligaciones que representa hacer realidad material la reforma previsional.
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