2010-04-12 CAMBRIDGE – El Primer Ministro británico, Gordon Brown, la promueve como medio para crear empleos muy especializados. El Presidente francés, Nicolas Sarkozy, habla de utilizarla para mantener empleos industriales en su país. El economista jefe del Banco Mundial, Justin Lin, la apoya claramente para acelerar el cambio estructural en las naciones en desarrollo. McKinsey está asesorando a los gobiernos sobre cómo hacerlo correctamente.
La política industrial está de vuelta.
De hecho, la política industrial nunca pasó de moda. Los economistas entusiastas del neoliberal Consenso de Washington pueden haberla descartado, pero las economías de éxito siempre han confiado en las políticas estatales que fomentan el crecimiento acelerando la transformación estructural.
China es un ejemplo. Sus fenomenales proezas manufactureras se deben en parte a la ayuda pública a las nuevas industrias. Las empresas de propiedad estatal han hecho de incubadoras de aptitudes técnicas y talento en materia de gestión. Las prescripciones relativas al contenido local han originado la aparición de industrias productivas proveedoras de productos para los sectores del automóvil y de la electrónica. Unos generosos incentivos de la exportación han ayudado a las empresas a introducirse en los mercados mundiales.
Chile, calificado con frecuencia de paraíso del libre mercado, es otro ejemplo. El Estado ha desempeñado un papel decisivo en el desarrollo de todas las nuevas exportaciones importantes que produce el país. Las uvas chilenas se introdujeron en los mercados mundiales gracias a actividades de investigación e innovación que contaban con financiación pública. Los productos de la silvicultura contaron con fuertes subvenciones de no otro que el general Augusto Pinochet y la industria del salmón, que tanto éxito ha tenido, es una creación de la Fundación Chile, fondo de capital de riesgo casi público.
Pero, en materia de política industrial, los Estados Unidos son los que se llevan la palma. Resulta irónico, porque el término “política industrial” es anatema en el lenguaje político americano. Se usa casi exclusivamente para intimidar a oponentes políticos con acusaciones de designios económicos estalinistas.
Sin embargo, los Estados Unidos deben gran parte de sus proezas innovadoras al apoyo gubernamental. Como explica el profesor de la escuela de Administración de Empresas de Harvard Josh Lerner en su libro Boulevard of Broken Dreams (“Bulevar de sueños defraudados”), los contratos del Departamento de Defensa de los EE.UU. desempeñaron un papel decisivo en la aceleración de Silicon Valley en sus primeros tiempos. La red Internet, posiblemente la innovación más importante de nuestro tiempo, fue consecuencia de un proyecto del Departamento de Defensa iniciado en 1969.
Tampoco la aceptación de la política industrial por parte de los Estados Unidos es sólo un asunto de interés histórico. En la actualidad el Gobierno Federal de los EE.UU. es el mayor capitalista de riesgo del mundo. Según The Wall Street Journal, tan sólo el Departamento de Energía de los EE.UU. se propone gastar 40.000 millones en préstamos y subvenciones para alentar a las empresas privadas a desarrollar tecnologías verdes, como, por ejemplo, coches eléctricos, nuevas baterías, turbinas eólicas y paneles solares. Durante los tres primeros trimestres de 2009, las empresas de capital de riesgo privadas invirtieron menos de 3.000 millones en total en ese sector. El Departamento de Energía invirtió 13.000 millones.
Así, pues, el cambio a la aceptación de la política industrial es un reconocimiento digno de beneplácito de lo que los analistas sensatos del crecimiento económico siempre han sabido: el desarrollo de nuevas industrias requiere con frecuencia un impulso gubernamental, que puede adoptar la forma de subvenciones, préstamos, infraestructuras y otras clases de apoyo, pero, si rascamos la superficie de cualquier nueva industria de éxito en cualquier parte, lo más probable es que encontremos por debajo ayuda gubernamental.
La verdadera cuestión en materia de política industrial no es la de si se debe aplicar, sino cómo. Veamos tres principios importantes que conviene tener presentes.
En primer lugar, la política industrial es un estado de ánimo más que una lista de políticas concretas. Los que la aplican con éxito entienden que es más importante crear un clima de colaboración entre el Gobierno y el sector privado que facilitar incentivos financieros. Mediante consejos deliberantes, foros de desarrollo de proveedores, consejos consultivos en materia de inversión, mesas redondas sectoriales o fondos privados y públicos de capital de riesgo, la colaboración va encaminada a obtener información sobre oportunidades de inversión y cuellos de botella, lo que requiere un gobierno encaminado –no encamado– junto con el sector privado.
En segundo lugar, la política industrial debe recurrir tanto a las zanahorias como a los palos.
Dados sus riesgos y el desfase entre sus beneficios sociales y privados, la innovación requiere rentas: rendimientos superiores a los que brindan los mercados competitivos. Ésa es la razón por la que todos los países tienen un sistema de patentes, pero los incentivos permanentes tienen sus costos: pueden aumentar los precios al consumo y acumular recursos en actividades improductivas. Ésa es la razón por la que las patentes tienen un plazo de expiración. Se debe aplicar el mismo principio a todas las medidas gubernamentales en pro de la creación de nuevas industrias. Los incentivos gubernamentales deben ser temporales y estar basados en los resultados.
En tercer lugar, quienes aplican la política industrial deben tener presente que va encaminada a servir a la sociedad en general, no a los burócratas que la administran ni a las empresas que reciben incentivos. Como protección contra el abuso y la acaparación, se debe aplicar la política industrial de forma transparente y responsable y sus procesos deben admitir a nuevos concurrentes, además de los establecidos.
La acusación habitual contra la política industrial es la de que los gobiernos no pueden saber quiénes triunfarán. Claro que no pueden, pero eso carece en gran medida de importancia. Lo que determina el éxito en materia de política industrial no es la capacidad para reconocer a los triunfadores, sino la capacidad para abandonar a los perdedores, requisito mucho menos exigente. La incertidumbre garantiza que incluso políticas óptimas provoquen errores. La cuestión es que los gobiernos reconozcan esos errores y retiren su apoyo antes de que resulten demasiado costosos.
Thomas Watson, el fundador de IBM, dijo en cierta ocasión: “Si quieres triunfar, aumenta tu tasa de errores”. Un gobierno que no comete errores al fomentar la industria es el que comete el error mayor de no esforzarse lo suficiente haciendo intentos.
Dani Rodrik, profesor de Economía Política en la Escuela John F. Kennedy de Políticas Públicas de la Universidad de Harvard, ha sido el primer ganador del premio Albert O. Hirshman del Consejo de Investigaciones de Ciencias Sociales. Su último libro es One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth (“Una economía y muchas recetas. Mundialización, instituciones y crecimiento económico”).
En este enlace puede encontrar un podcast de este artículo: http://media.blubrry.com/ps/media.libsyn.com/media/ps/rodrik.42.mp3
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