Sergio Melnick
No cabe duda de que el hecho de lograr un acuerdo entre Gobierno y todos los partidos es un gran mérito y un buen indicador de gobernabilidad. Un aire fresco en la política nacional tan alicaída. Por eso, bien. Otra cosa, sin embargo, es el mérito técnico del acuerdo alcanzado.
Debemos recordar su génesis. Básicamente responde a una muy mala administración de una presión de fuerza, de los pingüinos, que termina en la caída del ministro y la creación de una amorfa comisión de 80 personas. Esta produjo un resultado literalmente mediocre y parcial, ya que no alcanzó al tema de la educación superior (como si hubiese quizás alguna educación “inferior), aún pendiente en otra “comisión”. Esta carencia no es menor, si consideramos que la educación media se deberá acoplar a un sistema aún en definición. Es decir, se puso la carreta delante de los bueyes.
Bien, de todo ese guirigay, salió un muy mal proyecto de ley al Congreso, que fue rechazado por la oposición, simplemente por malo. El foco de la discusión pública y presidencial fue el lucro, o en palabras menos ideológicas, el emprendimiento y la innovación en educación. Curioso, porque el lucro es probablemente el mejor predictor de calidad.
El inminente fracaso del proyecto obliga al Gobierno a negociar, y se abre entonces ese espacio... Eso es lo que se ha logrado ahora: hacer menos malo un proyecto que aún mantiene grandes reservas de muchos actores políticos. Los radicales quieren volver a la educación estatal de los años 50. Muchos DC no toleran el emprendimiento privado. Los profesores ya han rechazado el proyecto. En fin, veamos por qué no es bueno.
Lo primero es que, bajo el ambiguo término de “calidad”, en esencia, este proyecto va contra la diversidad y la libertad, dos condiciones básicas en educación. Se crean nuevas burocracias públicas centralizadas de control, aún no bien definidas ni menos cuantificadas en costos. Dos nuevos monstruos, con miles de funcionarios que no sólo comen muchos recursos públicos a costa de la educación real, sino que serán pesadas cargas burocráticas para los colegios, una de éstas de alta subjetividad en el control. Segundo, cambian los ciclos de 8 y 4 años por dos de 6, de modo que los niños se empiecen a especializar a los 12 o 13 años. Gran error conceptual. La especialización debe ser lo más tardía posible. Ahí se enlaza con el mal diseño de la educación superior chilena, especializada desde el inicio, a diferencia de los modelos más exitosos del mundo.
Tercero, el 70% del contenido es definido por la burocracia estatal de turno. Pareciera que no les interesa que los niños sepan cómo pensar de manera autónoma, sino qué es lo que deben pensar. Ese dirigismo es simplemente nefasto. Cuarto, no se ha tocado el estatuto docente, herencia del Presidente Lagos, que es, literalmente, el principal freno de la educación en Chile hoy. Si no se elimina, no hay posibilidad alguna de cambio para nuestro país.
En este siglo 21, el conocimiento se duplica cada 4 años. Por ello, el desafío no son los “contenidos”, sino más bien su gestión. La información se expande más rápido que nuestra capacidad humana de procesarla; por ello, debemos pasar de la lógica analítica a la sintética y al uso de tecnologías que lo permitan. El proyecto en cuestión es de contenidos y de análisis, justo al contrario. El proyecto trata de “enchular” un sistema educativo hijo de la imprenta del siglo 16. El mundo es otro hoy.
La internet ya no es un simple depositario de información, es una nueva forma de mente colectiva tecnológica y funciona como un verdadero software: lo que se conoce como WEB 2.0, que conecta a personas más que información, que tiene capacidad de proceso, múltiples herramientas, etc. Eso es central en una educación competitiva de hoy, pero no cabe dentro de los contenidos tradicionales.
En fin, bien por el esfuerzo de entendimiento político, pero mal por el proyecto. Me atrevo a decir que nada significativo pasará en la educación por virtud de esta iniciativa, si es que sobrevive a las etapas que le faltan aún. Habrá más burocracia central y nuevos costos para una educación ya de mala calidad para el siglo 20, y totalmente inapropiada para los desafíos que vienen. Mirando al futuro por el retrovisor, nunca se avanza en la buena dirección.
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