martes, 24 de julio de 2007

Comparto con ustedes una muy asertiva columna de Enrique Dans


¿Se ha parado a pensar alguna vez cuál es su relación con la política? Somos ciudadanos de una democracia, se supone que el más depurado de los sistemas políticos y, sin embargo, observe la realidad: ¿cuándo fue la última vez que se sintió representado por un político? Realmente, las cosas no están funcionando como deberían funcionar. La implicación de los ciudadanos en la política activa dista mucho de ser la ideal, y se acerca a situaciones demenciales, a contrasentidos flagrantes que reclaman urgentes acciones correctoras. Como ciudadanos, ¿cuál es nuestra implicación en la política? Simplemente, emitir un voto cada cuatro años, que se produce además después de una furiosa campaña de marketing en la que una serie de partidos nos ofrecen mensajes vacíos, carentes de contenido, cada vez más cercanos al marketing de consumo. En una era en la que las ideologías pasan cada vez más a un segundo plano, los partidos nos venden cada día más una identificación, una marca, una auténtica patente de corso: vótame, para que pueda hacer durante cuatro años lo que me dé la gana. Nada que tú, votante, digas o hagas durante los cuatro años de poder que me otorgues hará cambiar mis acciones. Una vez que tengo tu voto, ya tengo todo lo que quería de ti. Ahora, cállate y no molestes.

Así, podemos ver como las acciones de los políticos, en realidad, están guiadas por aquellos que se encuentran en la capacidad de influenciar. Mediante donaciones económicas o intervenciones de otro tipo durante la campaña, una serie de personajes de oscuros intereses consiguen una cuota de influencia que, tras el mágico momento de la liturgia electoral, pasan a ejercer. Los políticos, además, han entrado en este juego de manera descarada y con todas sus consecuencias: la actividad de los lobbies se ejerce a plena luz del día, y el político de turno se reúne con ellos, se fotografía y sonríe, cuando en realidad está pactando para actuar en contra de la voluntad popular, en contra de los intereses de aquellos que les votaron. Mientras toda la red y la calle se pueblan de opiniones en contra de, por ejemplo, los cambios en la legislación sobre propiedad intelectual, los políticos de turno se reúnen con los lobbies de las discográficas y fabrican una ley a su gusto para intentar perseguir a los pacíficos ciudadanos. ¿Escucharlos? ¿Para qué? Total, ya votaron… Pero no pasa nada, lo aceptamos como inevitable, es algo que ya no escandaliza a nadie lo más mínimo.

En realidad, estamos hablando de un fenómeno que los que vivimos en la red ya conocemos: la diferencia entre la red del siglo pasado y la de éste, que algunos llaman pomposamente “web 2.0”. La diferencia fundamental estriba en la reversión del llamado “paradigma de interacción”: antes, las empresas y los medios dominaban la interacción y producían contenidos que el cliente, simplemente, consumía. A las empresas, en realidad, sólo les interesaban dos partes del cliente: sus globos oculares, y su cartera. Con los primeros, consumía publicidad, con la segunda, compraba. Todo lo demás, era un estorbo. En política, la situación es aún peor: el ciudadano se limita a votar. De los ciudadanos, al político únicamente le interesan sus papeletas, sus votos: un efímero momento que ocurre cada cuatro años tras un arduo proceso de lavado de cerebro que dura algunas semanas llamado campaña electoral. Tras emitir el voto, el ciudadano desaparece. Sólo queda una métrica llamada número de escaños que además, de por sí, también resulta absurda: ¿para qué queremos, bajo el esquema actual, un número de señores cuyo cometido es ir todos los días – cuando van – a un sitio para simplemente apretar un botón? ¿Por qué no va uno solo, pagamos un solo sueldo, y aprieta el botón tantas veces como escaños haya conseguido? Esas preguntas, tan aparentemente simples, revelan la crisis a la que nos enfrentamos. Si la política, merced a los intereses de los partidos, ha devenido en algo así, es que hemos conseguido superar las más elevadas cotas del absurdo intelectual.

Pero todos sabemos que eso está cambiando. En la red, las personas han adquirido ya un papel diferente. Hablan, opinan, y se les escucha. Y empiezan a influir sobre las empresas, algunas de las cuales –las más adelantadas– se dan cuenta de que no basta con ofrecer un producto, con prometer cosas. Hay que estar en la conversación. Hay que saber lo que los clientes quieren, entenderles, responder a sus quejas y reclamaciones, y utilizar su experiencia para ir mejorando el producto. Pronto, no compraremos productos de empresas que no estén en la conversación. Las empresas que nos hablen de misiones y visiones grandilocuentes y vacuas caerán en nuestras preferencias frente a aquellas capaces de dialogar, de mantener una comunicación natural y fresca, de ofrecernos una interlocución real. Las que respondan más rápido a nuestras demandas, se llevarán nuestro negocio. Las que no, cerrarán.

La política de hoy es como una gran máquina empresarial, con todos los defectos del mundo de la empresa exagerados. Es como una empresa que nos quisiese vender un producto, pero que resultase enormemente ineficiente, que sólo escuchase a sus clientes una vez cada cuatro años, que mintiese de manera descarada y obvia en su publicidad. Y además, sin un lugar donde reclamar. Es la política del siglo pasado, la política 1.0, un absurdo conceptual inaceptable en el entorno tecnológico e interconectado que vivimos actualmente, y al que los políticos ni se acercan. Son políticos del siglo pasado, partidos del siglo pasado, sistemas del siglo pasado. Se acerca el momento de cambiar. Enrique Dans es profesor del Instituto de Empresa

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